Las prácticas discriminatorias se despliegan en todos los espacios sociales. Son transversales y envolventes. Ésta, que podría ser una afirmación teórica o académica, es también, y sobre todo, una experiencia vital, una constatación de que la discriminación tiene que ver de manera directa con la vida y derechos de la gente de carne y hueso. La discriminación está en todas partes, invade cada actividad humana y moldea las experiencias, sentimientos y proyectos de aquellas personas a quienes toca. Nos dicen los estudios antidiscriminatorios que la perpetración de los actos de discriminación está directamente condicionada por la existencia de grupos estigmatizados y sujetos a prejuicios negativos, a los que se somete a una situación de desventaja y asimetría de derechos, pero lo esencial de esta constatación es que las personas que integran esos grupos son quienes sufren, a veces de manera aguda e insoportable, los efectos de la desigualdad de trato. La discriminación tiene costos humanos que a veces sólo podemos aprehender mediante los relatos de las experiencias de las víctimas y de quienes las defienden, y reconociendo la evidencia tangible de los costos de la violación de derechos: el sufrimiento, la angustia, la soledad, la exclusión y el cierre de oportunidades.